No siempre lo acertamos a reconocer, pero uno de los precios que paga una sociedad por el progreso económico y la autonomía personal es la soledad. Aparenta ser un cobro cruel cuando llega la vejez. Si uno visita los países que alcanzaron la riqueza y el bienestar varias décadas antes que nosotros, lo primero que le llama la atención es la extrema soledad de algunos de sus ancianos. Es la desmembración del contrato familiar, redactado sobre el cariño, pero también sobre la necesidad, la unión y la fuerza de un destino compartido. Cuando en Francia padecieron una ola de calor veraniego inédita, la más terrible revelación fue descubrir que cientos de ancianos fallecieron sin asistencia, sin nadie que preguntara o se ocupara de ellos. España no es ajena al envejecimiento demográfico, realidad estadística que viene acompañada de una información que aún no estamos preparados para recibir y que describe un doloroso y nuevo perfil de la soledad.
Ha tenido cierto éxito en estas semanas pasadas la recogida de fondos para un documental norteamericano que se titula Present Perfect. Retrata el proyecto de una residencia de ancianos en Mount St. Vincent, en Providence, que acoge durante las horas del día a los alumnos de una guardería infantil. La convivencia de los niños pequeños con los salones poblados de ancianos ha provocado una imagen emotiva y sorprendente. Antes de esta iniciativa desarrollada en ese centro de Seattle, el Ayuntamiento de París elaboró un plan de alquiler de habitaciones que ponía en comunicación a ancianos que vivían en soledad con estudiantes que aspiraban a vivienda dentro de la cara y rutilante ciudad. Siempre me pareció una idea inteligente que espero que perfiles de alcaldes como los nuevos elegidos en Madrid, Barcelona, Zaragoza y Valencia fomenten en sus ciudades, que acogen estudiantes universitarios de todo el mundo, pero también ancianos locales con los primeros síntomas de esa nueva soledad fabricada en la España rica pero insolidaria.
La más interesante encrucijada de la vida consiste en la observación del paso del tiempo. Es ahí donde la convivencia entre los viejos y los niños propició una apertura de mente en las décadas del estallido de natalidad. Las casas abiertas y sobrepobladas ofrecían un contundente retrato de la vida comprimido en un pasillo y las habitaciones caseras. El tesoro de la familia latina no debería perderse ante el canto tentador del confort y el aislamiento disfrazado de socialización de las nuevas tecnologías. Viejos y niños transmiten la verdad de la vida en cada poro de sus distintas pieles. Su convivencia es la mejor información.
David Trueva
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