Dice mi abuelo que el mundo es muy grande.
Tan grande que si juntara todos nuestros rebaños mil veces
 aún quedaría espacio para muchos otros rebaños, mil veces
 como el nuestro. A mí me gusta dibujar los rebaños en la arena.
Todos los camellos y las cabras tienen el mismo color en la arena.
.Pero yo sé que cada camello es distinto. Que cada cabra es distinta.
 Al atardecer, cuando encierro las cabras en el corral,
 sé siempre si falta alguna. Y sé cuál falta. Lo sé por el color
 de cada animal, y por los dibujos que hay en su piel.
 Hoy he echado en falta a Nadjama. Tiene una mancha
 blanca en la frente, en forma de estrella.
En la arena puedo dibujar a Nadjama, pero no puedo pintarle
 de blanco la estrella. Cuando pierdo a Nadjama en las dunas,
 vengo desde allí dibujándola en la arena. Cada pocos pasos
 me paro, me agacho y hago su dibujo con el dedo.
 Y a su lado, el corral. Si ella ve mis dibujos, los sigue
 hasta volver al corral. Eso si no se despierta el siroco y se me los lleva.
Mi madre dice que las cabras no miran los dibujos de los niños
 en la arena. Pero yo sé que Nadjama sabe volver sola porque
 sigue mis dibujos. Nadjama tiene hambre. El resto del rebaño,
 también. Lo sé porque come los cartones y el papel que
 encuentra por ahí. Dice el abuelo que no recuerda una época de
 sequía como la de ahora.
El abuelo es sabio, porque ha vivido muchos años y sabe
 muchas cosas. A veces me cuenta historias que casi parecen
 imposibles de creer. Cuenta que, cuando tenía mi edad,
 llevaban las caravanas de camellos hasta el mar.
 Pero eso fue antes de la guerra. Una guerra que,
 según cuentan los mayores, nos sacó de nuestras tierras
 y dejó al abuelo cojo para siempre.
El abuelo dice que el mar es azul. Yo nunca lo he visto.
 Pero lo he dibujado en la arena. Mi mar no es azul.
 Es del mismo color que las cabras y los camellos:
 del color de la arena. Dice también el abuelo que el
 día que yo vea el mar, podré pintarlo de azul, y que
 ese día seremos libres. Yo no sé cuándo veré el mar.
 Pero me gustaría pintarlo de azul.
Tampoco tengo lápices de colores. Antes, había una
 caja en la escuela. Pero poco a poco los lápices se
fueron haciendo chiquitos, hasta que no podíamos
cogerlos con nuestros dedos. No teníamos lápices,
 pero aun quedaba papel y yo hacía los dibujos con ceniza.
 La cogía del brasero, sin que mi madre se diera cuenta.
 Después de tomar el té, cuando ella recogía los cacharros,
 yo me acercaba y me llenaba los bolsillos de ceniza aún caliente.
 Alguna vez, hasta llegué a quemarme.
Poco después, se acabó también el papel y entonces dejé ya de
 recoger ceniza para pintar. Maima, la maestra, era la única que
 tenía un lápiz. Era un lápiz extraño, muy grueso y de color blanco.
 Lo llamaba tiza. Ella dibujaba con la tiza una letra en la
 tablilla de madera y nosotros la teníamos que copiar en el suelo
 con un palito. Si no teníamos palitos, lo hacíamos con el dedo.
 Decía la maestra que si nos gustaba dibujar, también nos gustaría escribir.
—Los dibujos significan cosas. Y las palabras también.
Pronto aprendí a escribir. Mis primeras letras se las llevó el viento…
 Ese día, había tardado mucho en dibujar mi nombre.
 Con mucho cuidado, había trazado con el dedo mi nombre en la arena.
 ¡Estaba escribiendo! Quería que mi padre, mi madre, mi abuelo
 y mis hermanos y mis hermanas vinieran a ver mi primera palabra
 escrita. Después de clase, corrí alborozado a la jaima:
—¡Mamá, papá, abuelo! ¡Ya sé escribir, ya sé escribir! Venid todos… ¡Mirad!
Y cuando llegaron, el viento se había llevado mis letras.
 Mis primeras letras, mi primera palabra… «Abdulá»,
 que es como me llamo. Allí donde antes estaba
 mi nombre, sólo quedaban pequeños montículos de arena,
 uniformes, perfectos. Ni rastro de mis letras. Me eché a llorar.
—¡El viento es un ladrón!
Ese día comprendí un poco al abuelo, cuando siempre me
 decía que en el desierto todo es efímero, fugaz.
—Hasta las estrellas, hijo mío. Yo miraba al abuelo sin entender nada.
—Hoy hay sequía, y lloramos por querer lluvia.
 Mañana vendrá la lluvia y lloraremos por las plagas de langostas,
 que arrasan todas las cosechas a su paso.
 Y a mí me parecía que ese «mañana» nunca llegaba.
Yo he visto llover tres veces. Casi no me acuerdo.
 Era muy pequeño la última vez que llovió.
 Acostumbrado a las tormentas de arena, recuerdo que el agua me molestaba.
—Papá, ¿has visto alguna vez una plaga de langostas?
—Sí, hijo, es cuasi peor que la sequía. Cuando el viento
 es favorable avanzan doscientos kilómetros cada día.
—Y se llueve, ¿llegarán hasta aquí las langostas?
—No creo, hijo. Aquí no hay nada que arrasar,
 ni nada que comer. En este árido desierto,
no crece apenas nada. Vi plagas de langosta cuando
 estábamos en nuestras tierras.
Ahora, según el abuelo, estamos en tiempo de sequía.
 Hace años que no llueve. Ni por aquí, ni donde pastorea
 mi padre con los camellos. Papá pasa mucho tiempo
 fuera de casa, se va con otros hombres del campamento
 y sus rebaños y tarda meses en volver.
Dice el abuelo que se nos mueren muchos camellos
 porque no hay agua. Tienen que ir a pastar muy lejos.
 Tan lejos, que mueren de sed y de hambre por el camino.
 Yo no quiero que mi rebaño se muera.
Esta mañana he hecho otro de mis dibujos. Mi rebaño. Las cabras
 y los camellos, rodeados de cactus, de palmeras, de áloes,
 de acacias… Hasta he dibujado un baobab en el centro.
—Eres bobo, Abdulá —se burla mi hermano—. Bobo, más que bobo.
 Eso que has dibujado no existe. Pero yo sé que sí existe, me lo ha
 contado el abuelo. Y me lo ha enseñado en su libro.
 Dice que eso es un oasis.
El abuelo es sabio.
—Algún día, verás todos esos arbustos y árboles juntos,
 y podrás pintarlos de color verde. De muchos verdes distintos.
 Ese día, Abdulá, ese día seremos libres.
Mientras no llegue ese día, mi oasis, como mi rebaño y mi mar,
 será del color de la arena. En cuanto se despierte el viento
 de la tarde, sé que mi oasis color arena desaparecerá.
 Como desaparecen todos mis dibujos. Se los lleva el viento.
 Pero entonces haré otro dibujo: mi hermana mayor amasando
 el pan. O mamá preparando licor de dátiles.
Estoy dibujando en la arena, frente a nuestra jaima. Llega la maestra
 y me sonríe. Entra y habla muy rápido con mi madre.
 No entiendo lo que dice. Poco después, sale precipitadamente y
 me coge de la mano.
—Abdulá, tengo una sorpresa para ti. Ven. ¡Corre!
 Tengo que dejar mi dibujo a medias. Me da rabia.
 Sé que, antes de que se lo lleve el viento, mi hermanita
 pequeña lo pisará. Y ni siquiera se dará cuenta.
La maestra me ha llevado casi a rastras a la escuela.
 En la puerta hay un camión. No es el camión de siempre,
 el del agua. Hay unas personas que no hablan en mi lengua.
 Descargan grandes cajas. La maestra ha abierto una de
 ellas y me ha enseñado su contenido.
—¡Mira, Abdulá! —exclama, radiante—.
 ¡Papel! ¡Lápices de colores! ¡Fíjate, cuántos colores!
 ¡Y pinturas! Todo tipo de pinturas. ¡Libros y cuadernos y pinceles!,
 ¡y tijeras, y…! En Los ojos de Maima hay un brillo especial.
Yo no sé qué decir. Estoy fascinado.
 Una de las señoras me mira sonriente y me dice con acento extranjero:
—Me han dicho que te gusta mucho dibujar… A partir de ahora
 tendrás siempre lápices de colores y papel. ¿Te apetece que
 dibujemos juntos? Salgo de mi hechizo.
 ¡Tengo que ir corriendo a contárselo al abuelo!
Y mientras no llega ese día que el abuelo espera,
pintaré de mil colores mi rebaño, mi oasis, mi mar…
 ¡Y muchas cosas más que ya no se llevará el viento!
Aunque, por si acaso, seguiré dibujando en la arena.
 Si Nadjma se pierde, siempre podrá volver al corral.
 Eso, si no se despierta el siroco y se lleva mis dibujos del color de la arena.
Elena O’Callghan i Duch.